La chica del ascensor | Opinión | La Voz del Interior

2022-10-10 11:04:17 By : Mr. Jun xin

Recordé que los mandatos de la veintena nos impiden quedarnos en casa un sábado por la noche, y nos expulsan a lugares en los que no sabemos si queremos estar.

La edad nunca fue un problema para mí. Nunca me dieron gracia los chistes sobre la inevitable vejez, y siempre me creí preparada para ver arrugas en mi cara y flaccidez en mis brazos. Un día que no puedo precisar, empecé a ser adulta y mis percepciones cambiaron de signo: lo que siempre estuvo ahí se convirtió en algo nuevo, y lo nuevo, en incómodo.

Hoy me encuentro en un punto equidistante entre los 30 y los 40 años, y a la extrañeza de reconocerme debajo de las capas de la edad, le sumé mis antiguos asuntos pendientes con mi femineidad.

Era una noche de sábado, de esas que anticipan el otoño, cuando bajé de mi edificio a buscar un pedido que habíamos hecho con mi pareja. Ya me había bañado, así que me puse lo primero que encontré para disimular que vestía un pijama: una campera de polar roja que me queda enorme y unas calzas gruesas grises de uso doméstico. Al outfit lo completé con un barbijo, pantuflas marrones y mi cara excesivamente brillante por la crema que recién me había puesto.

Mientras esperaba el ascensor en mi piso, salió de otro departamento una chica que presumí era una de las visitas de mi vecina. Caminaba seria y muy erguida, jugando con las llaves en la mano. El ascensor largaba un pitido por cada piso que se acercaba y yo enumeraba mentalmente los ítems del look de la chica: minifalda negra, un top rosa que solamente cubría la zona del busto, plataformas negras, y una cola de caballo inspirada en Ariana Grande. Le sumé un perfume muy dulce que no apareció en el primer vistazo.

Cuando llegó el ascensor, subimos juntas y evité mirarme en el espejo. No era necesario duplicar la mirada de espanto que yo ya me había echado. De reojo completé algunos detalles: la chica tenía el pelo casi rubio y la piel muy blanca, casi rosada, inmaculada sin necesidad de maquillaje, como suele pasar al comienzo de la veintena.

¿Cómo podía yo, gastada y opaca, compartir ese espacio reducido con ella, una criatura hecha de jabón de tocador y talco, con un esqueleto de porcelana?

El ascensor descendía y, con él, mi autoestima. En medio de la espiral de autocastigo, pensé en invocarme en los comienzos de mi propia veintena, pero no encontré una versión semejante a esta chica, sino una muy similar a la que soy ahora, aunque con el pelo más largo y el desprecio más marcado.

A la altura del entrepiso, ya había escrito su biografía: el pelo fue muy cuidado desde la pubertad, seguramente bajo la vigilancia de una madre que tiene a su hija como parte de su capital femenino, y la tersura de su cutis era estética y moral, resultado de buenos hábitos como no fumar, hacer dieta, no transgredir normas, no decepcionarse de nadie, no haberse ensuciado nunca. Es decir, una persona que llegó a este mundo con la credencial de mujer al día.

¿Qué se sentirá acceder a la propia femineidad de manera directa y transparente, sin dudas ni remiendos?, pensé.

Llegamos a planta baja, al nivel cero de mi autoestima, y salí de ese ascensor humillada. Dejé que la chica pasara primero para ir caminando detrás de ella, arrastrando los pies y encorvada, como si fuera la mascota de un hada del bosque encantado.

Recibí mi pedido con un distraído “gracias”, y la chica dejó pasar a una amiga. Se saludaron con risas y palabras en código, y tomamos las tres el mismo ascensor. La amiga de la chica era muy alta y estaba vestida para la misma ocasión. Otra vez me encontraba en ese espacio de intimidad forzada, aunque sometida, ahora, a una nueva mirada.

Casi sin darse cuenta, me hicieron testigo de sus especulaciones sobre el evento al que asistirían en un par de horas, intercaladas por furtivas miradas al espejo. “¿Quiénes van? ¿Va Lauti? No creo. Seguro que sí. Espero que no, pero si él va, espero no cruzármelo en toda la noche”.

Luego siguieron los interrogantes sobre el clima. “Dicen que llueve. ¿Está cubierto el lugar? No sé, no me dijeron. ¿Vos sabes bien adónde vamos? No. ¿Y en qué vamos? Ahora vemos. Pero es lejos, en el medio de la nada. Sí, pero seguro alguien nos lleva. ¿Y si queremos volver temprano? Yo no tengo plata para el taxi. Y no pasan colectivos por allá”.

Por último, la ropa. “Estás rebien vestida. ¿Te parece? Sí, yo no sabía qué ponerme. A mí no me convence esto, no estoy cómoda, estuve toda la tarde viendo opciones. Sí, yo también. Me fui a lo de mi prima a pedirle ropa”.

Escuché todo con la cabeza gacha y abrazada a un kilo de helado de una de las heladerías más caras de la ciudad. Su conversación me recordó la vieja melodía que se repetía cada sábado de mis primeros 20 años. Había cierta ansiedad y vértigo por lo nuevo, por la próxima experiencia que seguro iba a ser diferente a la anterior, especialmente residiendo en una ciudad con millones de habitantes. Había fe de que esta noche no iba a haber decepciones como en las anteriores, que esta vez sí me iba a divertir y a conocer personas estimulantes.

Sin embargo, también había un revés que con el tiempo se hizo insoportable. Pasar frío para llegar a un lugar que no me interesaba; escuchar gente aburrida, desesperada por entretener; estar horas sentada en una casa ajena de la que no podía irme sola, con sueño, viendo la milenaria danza de seducción de varones borrachos.

Mientras las escuchaba, volví a mirarlas. Encontré la duda en sus cuerpos, la postura ligeramente avergonzada e inquieta. También vi el maquillaje mal elegido y la intención obscena de estar ciegamente a la moda. Recordé que los mandatos de la veintena nos impiden quedarnos en casa un sábado por la noche, y nos expulsan a lugares en los que no sabemos si queremos estar.

Cuando llegamos a mi piso, las dejé salir primero porque quería ser yo quien cerrara la puerta. El viaje había invertido mi autoestima.

Al entrar a mi departamento me encontré con mi pareja, que me sonrió con entusiasmo al verme. Me extendió una copa de vino tinto mientras yo ponía música. Me senté a mirar la noche por la ventana y dormité unos segundos. Me desperté al escuchar la caída de las primeras gotas de lo que sería una de las tormentas más fuertes que sufrió la ciudad en el año. El primer trueno sonó cuando mi pareja sacaba una lasaña del horno. Pensé en las chicas.

En algún lugar leí que Matthew Weiner, creador y guionista de Mad Men, dijo que utilizaba los ascensores de los edificios como recurso narrativo a fin de reunir forzosamente a los personajes que se evitaban o tenían asuntos por resolver.

Todavía tengo pendiente una relación clara y directa con mi femineidad, pero estoy más cerca de convencerme de que esa es la mía. Después de todo, el espesor de mi edad y mi embrollada femineidad me llevaron adonde quiero estar.

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